lunes, 25 de agosto de 2008

Ese asunto

La tarde se había puesto soleada. A pesar de mi rodilla decidí salir a caminar. Además tenía que solucionar ese asunto. Me abrigué bien, por suerte, porque el frío todavía pegaba en las mejillas. Me puse los anteojos y me miré en el espejo antes de salir. Esas malditas arrugas, cada vez más profundas. Había bastante gente en la plaza: jóvenes paseando perros, madres o mucamas paseando niños, varios viejos sentados.

Al caminar por un sendero, de repente un joven sentado en un banco me clavó la vista. Me pareció raro, él y la situación. Le correspondí la mirada, pero en ese mismo momento desvió sus ojos, como si nunca me hubiera visto. Pero no dejé pasar la oportunidad, lo seguí mirando fijamente hasta que finalmente lo encaré. Es que tenía que solucionar ese asunto.

Le pregunté si era extranjero. Me contestó que no, en perfecto español. Me había equivocado, hubiera jurado por su aspecto que no era de aquí. Además en esta plaza siempre está lleno de extranjeros, ya que hay una academia de idiomas muy cerca.

A esta altura de mi vida no iba a andar con vergüenzas, así que le pregunté la edad. Me dijo 37 años. Otra vez me equivoqué, lo creía bastante más joven. Como me respondía de un tono amable y sonriente, seguí conversando. Le pregunté si era casado. Me dijo que no, que era soltero. Me pareció raro, ¿a su edad?

Le pregunté qué hacía allí en la plaza. Me dijo que estaba haciendo tiempo mientras esperaba el turno con su psicólogo. ¡Qué tonto, Dios mío! Le sugerí que no perdiera el tiempo en esas cosas, que no sirven para nada, que aprovechara la tarde para irse a buscar una chica en vez de hablarle a un señor.

Como se rió ante mi comentario me senté junto a él. No sé cómo terminé contándole de cuando Perón me echó de mi casa en La Lucila. En ese momento me dijo que él también había vivido en La Lucila, de más joven. Me dijo el nombre de la calle, pero la verdad que no la recordaba. Por un momento sospeché que me estaba mintiendo, y que entonces no podría ayudarme con ese asunto.

Ya que era soltero y joven le sugerí que se fuera al extranjero, ¿para qué quedarse en este país tan atrasado? Afuera podría vivir mejor, tener un buen trabajo, encontrar novia. Aunque me dijo que ya había vivido afuera. Pensé que casi seguro en Brasil, o a lo sumo en México. Pero al final me dijo que había vivido en Francia (puaj, los franceses, ¡qué sucios!), en Israel (puaj, los judíos, ¡qué fanáticos!), y en Alemania (puaj, los alemanes, ¡qué maquinales!). Seguro que además de mitómano, este chico era judío, pero me lo negó.

De todas maneras, pobre, nunca había vivido en Escandinavia como yo. Ese sí que es un lugar donde vale la pena vivir la vida (Perón realmente me hizo un favor echándome de este país). Le volví a decir que se fuera al extranjero, pero me dijo que era muy feliz aquí. Vi que empezaba a ponerse impaciente. Y yo tenía que solucionar ese asunto.

Así que le pregunté sin reparos: "¿conocés un lugar donde pueda cambiar euros?"

Me miró extrañado. Me dijo que conocía casas de cambio en la calle Corrientes, en el centro. Chocolate por la noticia, eso yo también lo sabía. Le aclaré que buscaba un lugar por acá cerca. Pero me dijo que no sabía.

En ese momento miró su reloj algo nervioso, me dijo que tenía que irse al psicólogo y se despidió rapidamente, dejándome ahí sentada. Me acomodé el vestido que se salía por debajo del tapado, y me levanté. Seguí caminando. Como la rodilla me volvió a doler me fui para casa.

Hay cada gente más rara en la plaza... Y yo sigo sin solucionar ese asunto.

jueves, 14 de agosto de 2008

Receta pitagórica

Lo planeé todo con premeditación y alevosía. Llegué temprano del trabajo. Compré los ingredientes necesarios y dejé las bolsas en mi casa. Me cambié y fui al gimnasio. Seguí mi rutina (me tocaba hacer pecho y tríceps). Como casi no transpiro y soy algo sucio, no me bañé ni bien llegué a casa.

Prendí la radio y dejé una música bailable modernosa. Lavé las frutillas, les saqué las hojas verdes, el centro blanco, y las corté al medio. Les eché el jugo de medio limón y mucha azúcar, como me enseñó mi mamá, y las guardé en la heladera.

Puse la suprema de pollo sobre la plancha sin fuego. Le saqué el huesito, le puse sal, pimienta y jugo de limón. Salí a mi terraza, corté una hojas de perejil. Eché algunas de ellas sobre la suprema.

Le saqué las hojas al apio, lo limpié, pelé una manzana verde y tajeé todo. Encendí el fuego y la suprema comenzó a cocinarse. Luego piqué las nueces, se las eché a la manzana y al apio. Finalmente agregué la crema de leche, el ingrediente que faltaba para la ensalada Waldorff.

Mientras la suprema seguía cocinándose, puse la mesa: individuales, plato playo en el centro, cubiertos a su lado, compotera y cuchara pequeña para postre, y por último las copas esmeriladas de la abuela. Abrí el vino blanco y comencé a beber.

Yendo de la cocina al living bailaba sin pruritos delante del espejo, como se baila cuando uno está solo. Terminé de colocar algunas cosas en la mesa, condimenté la ensalada, y prendí una vela.

La suprema ya estaba lista. No me senté en el lugar de siempre, como si yo fuera mi propio invitado. Bebí otro trago de vino y empecé a comer con muchas ganas. El sabor de los vegetales frescos era exquisito. Luego del plato principal me serví las frutillas. Qué rojas, qué ricas, qué dulces; mi fruta preferida desde chico.

Me sentí muy contento, disfruté como hacía mucho tiempo no disfrutaba una comida en soledad.

Hice una breve sobremesa. La música estaba cada vez mejor y bailé otro rato. Levanté la mesa y lavé todo mientras ponía agua a hervir. Preparé una tetera completa de té de manzanilla. Prendí la computadora, me serví una taza y me senté a escribir. Por suerte la primera frase ya la tenía en la cabeza desde hacía rato.

Lo planeé todo con premeditación y alevosía.

lunes, 11 de agosto de 2008

Arte abstracto


De chico me encantaba dibujar. Tenía grandes dotes. Tomaba las hojas blancas que estaban en el "cajón de los papeles", donde se acumulaban hojas de distintos orígenes no totalmente en blanco. Recuerdo especialmente los rollos de papel continuo, impresos con tinta gris de un lado, blanco en el otro, que mi papa traía de su oficina (a mi papá nunca le gustó derrochar papel). Me daba un gran placer recortar esos bordes troquelados con su hilera de agujeros perfectamente redondos y equidistantes. Cómo me gustaba después plegar esas tiritas agujereadas: en dos partes primero, haciendo coincidir los agujeros, y luego en cuatro, y en ocho. Soy obsesivo desde que era así de chiquito.

No me importaba la calidad del papel. Mientras hubiera un espacio en blanco de tamaño decente, ahí yo agarraba mis lápices y me ponía a dibujar. Yo copiaba la realidad, ése era el objetivo, por supuesto. Tenía alma de artista renacentista. Nada de dejar volar la imaginación demasiado. Dibujaba árboles, sobre todo pinos. Me encantaban los pinos [1] que ya los tenía dominados a la perfección, las ramas como flecos, como de arbolito de Navidad. También dibujaba árboles caducifolios, pero me obsesionaba en reproducir la transición entre el tronco y las hojas, cómo pasar del marrón al verde de una forma que fuera creíble.

También dibujaba los floreros que mi mamá llenaba cuando nuestro jardín tenía algo que ofrecer. Recuerdo especialmente un florero de vidrio, cilíndrico, no muy alto, azul por fuera, con unas guardas esmeriladas que dejaban ver el vidrio transparente. Y en ese florero los gladiolos rojos [2]. Recurría siempre a mi paleta de lápices de colores.

La técnica la perfeccioné dibujando casas, muchas casas. Aunque todas tendieron a un arquetipo. Una casa de un solo piso con techo a dos aguas, dibujada en una perspectiva caballera instintiva. Al frente una puerta. En la pared lateral visible una ventana rectangular apaisada, con una cruz que la dividía en cuatro paneles idénticos. En el techo una chimenea, de la que salía humo gris. Si me quedaba tiempo dibujaba las tejas y las pintaba de rojo. A veces una ventana redonda sobre la puerta, que dejaba espiar el altillo. La casa se encontraba aislada sobre una loma verde, y un caminito sinuoso llegaba directo a la puerta. Al costado, preferentemente izquierdo, cerca del camino se encontraba alguno de mis árboles. En el cielo el sol amarillo con rayos. Y algunas nubes. Trataba de que fueran muchas nubes, porque yo no caía en el error de muchos de mis coetáneos, que pintaban las nubes de celeste y dejaban el cielo blanco. ¿Donde se vio eso? Yo a las nubes las dejaba blancas, como corresponde, y al cielo lo pintaba de celeste, tardara lo que tardara. Ninguna persona perturbaba la paz de ese paisaje.

En cambio mi hermana, pobre, dibujaba casas alpinas, eran sólo un techo, dos chapas. Y dibujaba la gente que había dentro de la casa. ¿Donde se habrán visto casas transparentes? Yo le insistía que sus dibujos no tenían sentido, pero no me hacía caso. Y sus dibujos mis papás los pegaban en la cocina junto a los míos. Igual con el tiempo, los azulejos eran un pegote y todo nuestro arte iba democráticamente a la basura.

Habiendo perfeccionado mi técnica, habiendo incluso aprendido a escribir ALE en el borde superior derecho de mis dibujos, fue así que llegué al jardín de infantes. La señorita nos hacía dibujar y yo copiaba la realidad que me rodeaba, con las formas y los colores exactos.

Hasta que un día todo ese orden se estremeció. La señorita nos dio tema libre para dibujar. Yo debo haber recurrido a mi típica casita sobre la pradera, como una rutina que ya tenía bien aprendida. En cambio vi a mi compañera Valeria [3] muy ensimismada en su tarea, derrochando torrentes de energía. Yo me acerqué y observé aterrado. Valeria tomaba su crayón celeste y llenaba a lo ancho y a lo largo su hoja Canson Nro. 5 de unos rulos que iban y venían, que se superponían generando un caos (¿quizás reflejaba su estado de ánimo?). Mis conexiones neuronales aún en desarrollo intentaban buscarle una lógica a ese mamarracho y no lo conseguían. Finalmente no pude más con mi curiosidad


-Valeria...

-¿Sí? -me dijo sin prestarme demasiada atención, mientras seguía volcando ríos de pasión en su obra.

-¿Qué estás dibujando?

Ella interrumpió su tarea y en un corto segundo me reveló la gran verdad:

-Una tormenta.


Y continuó dibujando su mamarracho con esmero. Yo quedé fulminado como por el rayo que le faltaba a ese dibujo. Eso era lo que dibujaba Valeria, de eso se trataba, una confusión de líneas que reflejaban la confusión de la Tormenta. Me sentí humillado. Tanta inteligencia, tanto esfuerzo que yo volcaba en reproducir la realidad, tanto tiempo dedicado a llenar las superficies con sus colores correspondientes. Y Valeria, en un solo trazo, con un solo color, logró el mismo cometido.

Dejé pasar un tiempo prudencial. Un día que hubo nuevamente dibujo libre no lo dudé. Y dibujé mi propia tormenta. Fue muy fácil. La señorita me felicitó.

(el grueso del texto fue escrito el 13 de febrero de 2006)

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NOTAS:

[1] varios años después la mamá de Gastón, psicóloga y ama de casa, sin siquiera verme dibujar adivinó mi pasión por los pinos pinchudos.
[2] gladiolo es una palabra que siempre me llamó la atención. Hay palabras que por diferentes motivos se me despegan del resto.
[3] No la de apellido Pintor, sino la otra Valeria, Valeria Raffo.

jueves, 7 de agosto de 2008

El chico 10 (7ma y última parte)


...Y todo volvió a ser tan maravilloso como la noche anterior. Fue más corto, porque Heiko me dijo que quería dormir ya que al día siguiente tenían que volver a laburar. Y aunque no acabáramos ninguno de los dos, nos dormimos igual. Muy abrazados otra vez. Y yo dormí mejor, algunas horas. A la mañana temprano recomenzamos las caricias. Otra vez sentí un placer infinito. Traté de excitarlo de varias maneras, chupándole el pito también, pero no hubo caso. Él bromeaba: "es que todavía no se despertó". Yo le dije que no había problema si él no los tenía. Todo lo otro compensaba. Fue él finalmente que me hizo una fellatio tan delicada, tan sensual, y que me mantuvo ahí al vilo de eyacular durante tanto tiempo, que cuando finalmente lo hice fue hermoso. Me limpió con servilletas, nos volvimos a abrazar, y seguimos durmiendo un rato más, hasta las 10 casi.

...

Cuando se tuvo que ir, otra vez estuve a punto de decirle que lo amaba, pero nuevamente me contuve. Le pregunté si venía la semana que viene a Dresden. Me dijo que sí, para seguir ayudándolo a Fréd con ese departamento a remodelar. Le dije que si él quería me podía llamar, y me contestó que sí. Pero quizás yo esperaba algo más, que me pidiera un mail, o no sé qué. Me pareció sentir que pensaba "OK, esto es algo de fin de semana, y punto". Por supuesto aquí el idioma complica muchísimo las cosas, temía decir cualquier frase que me deschavara, o que sonara a que estaba desesperado por él. Igual llegué a decirle que me pareció un tipo muy muy bueno, muy especial, y que esperaba volver a verlo.

Tanto el sábado a la mañana, como el domingo a la mañana, luego de irse de mi casa, yo quedé en un estado de ensueño total, imposible de retornar a la realidad de ordenar el departamento, de prepararme el desayuno (las dos veces le ofrecí desayunar pero me dijo que Frédéric ya lo estaría esperando). Las dos mañanas me duché muy lentamente, como siguiendo el ritmo que Heiko me impuso, como una ceremonia oriental. Y una felicidad y paz interior muy grandes, otra dimensión, difícil de explicar.

Ese domingo ya sabía que no nos encontraríamos, que él se volvía a Leipzig en algún momento, y que antes tendría que trabajar. Pensé todo el día en enviarle un mensaje de texto hacia la tarde para desearle un buen retorno. Aunque me fui a caminar con la señora Bloom (pudimos dialogar luego de mucho tiempo), y después me colgué llamando a mi familia y hablando con Vigo por teléfono.

Y justo mientras hablo con Vigo, a las once y cuarto de la noche recibo un mensaje en mi celular. Y al rato otro. Miro, ¡y eran ambos de Heiko! Después que colgué con Vigo los leí. Me decía que había llegado bien a Leipzig, me agradecía nuevamente las "schönen Stunden" (lindas horas) pasadas conmigo, que me esperaba ver el sábado próximo, y me saluda con un "lieb gegrüsst" (lieb es amor o amoroso, pero mi alemán es tan malo, que no sé bien si ese es un saludo estándar o si quizo decirme algo más). Le contesté diciéndole lo mismo: que tuve un fin de semana fantástico con él, y que esperaba verlo el sábado próximo.

Todo parece señalar que él también la pasó muy bien conmigo, eso sin duda. El tema es ver hasta dónde. ¡Qué difícil! ¿Cómo no hacerme una película otra vez? Ya sé, ya sé, tengo que ser paciente y esperar, ver qué pasa el fin de semana que viene. No esperar más de la vida que lo que la vida me está dando. Aunque esto no vaya más allá, las horas que compartí con Heiko no tienen parangón con algo que haya conocido antes. Y eso sólo basta. Quizás este es mi mayor temor: fue tan buena la historia que ahora ya sé lo que estoy buscando en una pareja, y sé que eso será muy difícil de encontrar.

En fin, ahí estoy: en las nubes, con miedo a caerme otra vez, como Ícaro.

sábado, 2 de agosto de 2008

"El amor ausente"

Hace cuatro años, en una época complicada, efervescente y fascinante de mi vida, la señora Bloom me habló sobre un escritor español que aseguraba que todos somos naturalmente bisexuales; luego la sociedad, las experiencias y los gustos finalmente nos van inclinando hacia uno u otro de los géneros.

Curiosamente la señora Bloom me volvió a hablar de este escritor, porque había leído en un diario que murió justo ayer a los 46 años de una neumonía. Se llama (¿se llamaba?) Leopoldo Alas. Leí esa nota del diario y, ya teniendo su nombre, quise saber más sobre él y sus libros. Encontré algunos de sus textos en Internet y me sorprendí gratamente.

Por eso mismo me gustaría compartir con ustedes especialmente un texto suyo que leí, "El amor ausente", que pertenece a su libro de ensayos "Los amores periféricos". Me encantó, es una reflexión muy profunda y aguda sobre temas universales como los amores imposibles, la felicidad, la insatisfacción, la creación. Su lectura es muy amena, incluso citando a algunos filósofos.

El texto tiene 23 páginas y vale la pena ser leído con calma. A mí me iluminó especialmente a partir de la página 86 del libro (que es la número 18 del documento linkeado), hasta el final. Pero igual recomiendo leerlo todo. Me hizo repensar muchas cosas que andaban dando vueltas en mi cabeza y que ahora se organizan mejor.

Espero que alguno de ustedes también pueda leer el texto, así podemos comentarlo: aquí en el blog, por mail, por teléfono o cara a cara. Creo que nos enriquecerá.


(el texto aquí)

El chico 10 (6ta parte)

(¡capítulos finales! sigue la historia que le escribí a mi amigo JR hace cuatro años, exactamente hoy)


El sábado hizo lindo día también. Me fui a una pileta, y luego al cumpleaños de Tim, llegando más tarde de lo convenido. Me fui bastante producido, con una remera que me compré hace poco, verde y azul, que dice Berlin, con detalles muy modernosos, muy cool. Me engominé el pelo, y la cresta que tengo en medio de la cabeza quedó bien paradita. Me puse el jean más nuevo. Cuando llegué al cumpleaños todos me dijeron "¡guau Alejandro! ¡qué pinta!". Bog también estaba invitado (pero con esta gente todavía la vamos de tapados, salvo con la señora y el señor Bloom).

Para esa misma noche yo también estaba invitado a una reunión de un colombiano colega mío, que ahora vive en mi mismo edificio. Eso le había dicho a Tim, que quizás me tuviera que ir antes de su fiesta con esa excusa. Antes de la fiesta le escribí a Heiko que por supuesto quería verlo, que alrededor de medianoche yo estaría libre. Y en el medio de la fiesta recibo un mensaje suyo en el celular, que a partir de las once estaría en el bar Boy's con Frédéric y su amigo, que ahí me esperaba.

A partir de ese momento no paré de mirar el reloj a cada rato. A las once me empecé a poner muy nervioso, y veía que la fiesta seguía para rato largo. Once y media dije que tenía que irme a lo del colombiano. La señora Bloom me dijo: "pero quédate un rato más". Y como me iba, finalmente me dijo medio en broma: "¡ojalá que la otra fiesta esté muy aburrida!". Y yo pensaba "¡seguro que no!".

Así que pedaleé a toda velocidad hasta mi casa. Antes le mandé un mensaje a Heiko que por favor me esperara, que en media hora estaría por allí. Llegando a mi casa pasé por la puerta de Boy's en bicicleta y había un mundo de gente en la puerta. Dejé la bici en casa y ahí fui caminando, sin llevar ningún abrigo porque la noche estaba fantástica.

Llegué al bar, esquivé la gente de la puerta, y ahí dentro estaba él, esperándome. Saludé primero al alemán amigo de Fréd, y luego a Heiko. Nos abrazamos directamente y nos besamos, como si las horas sin vernos no hubieran pasado. ¡Fantástico! Me pedí una copa de vino tinto (porque en la fiesta de Tim ya había tomado unas cuantas). Estuvimos todo el tiempo abrazados mientras yo bebía. Y yo ya estaba al palo.

Un detalle, mientras estaba así con Heiko, pasó Myrko (¡estos dos nombres que casi riman!). Me reconoció y se quedó bastante sorprendido de verme ahí tan agarradito con un tipo. En general me saludaba con un abrazo afectuoso, pero al verme así con otro, me dio la mano y se fue sin decir nada. Tengo que confesar que disfruté ese poder mostrarme con otro delante de él. Pero a pesar de creer que Myrko me es indiferente ya, me di cuenta que en esos momentos en que pasó, me saludó y se fue, mi pija se ablandó, o sea que esa situación me puso algo nervioso. Pero fue un instante, en fin.

No nos quedamos mucho en el bar esa noche. Fréd y su amigo se iban a dormir. Fréd pagó mi vino, a pesar que yo insistí en pagar (ya nos había invitado la noche anterior). Y me dijo en broma: "si me estás haciendo un favor llevándote a Heiko, que no tengo mucho espacio en mi departamento". Así que nos despedimos en la puerta y con Heiko nos fuimos otra vez a mi casa. Otra vez fuimos de la mano y abrazados por la calle, y esta vez no era tan tarde, la una. Estaba lloviendo un poco, pero con el calor que hacía eran muy agradables las gotas sobre los cuerpos.

Y todo volvió a ser tan maravilloso como la noche anterior...