jueves, 2 de septiembre de 2010

El bicho-amor

De casualidad, me encontré a C. por la Ciudad Universitaria de París, y me dijo que estaba parando temporariamente ahí, para visitarme (la Ciudad Universitaria está compuesta de varias casas de cada país). Él vivía en una casa común, que no era de ningún país en particular. Me pareció raro eso porque yo no conocía esa casa, luego de dos años que vivo acá.

C. estaba muy contento, y me contó muy feliz que estaba enamorado. Me puse muy contento también, por él. Pero me mostró su amor y lo tenía en una cajita, como un estuche de anteojos. Era algo muy extraño: un animal de unos 10 cm, mezcla de fruto de mar e insecto. Tenía un cuerpito muy chico, como de pulga, y muchísimas patas coloradas, como de langosta de mar. Me pareció raro todo eso, pero no descabellado.

Todavía faltaba lo peor. C. me encomendó que cuidara a su bicho-amor. Entonces tomé la cajita con cuidado y la llevé a mi casa. La dejé abierta al costado de mi lavatorio. De repente el bicho se movió y por accidente cayó dentro del agujero. Me desesperé e intenté salvarlo. Finalmente con un tenedor lo pude rescatar, pero el bicho perdió varias de sus patas en ese intento por salvarlo. Mi torpeza y la desesperación del bicho hicieron que se volviera a caer, dos o tres veces más. Y cada vez que lo rescataba tenía menos patas. Al final le quedaba sólo su cuerpito de pulga, y se estaba desangrando.

Corrí desesperado a avisarle a C., y con miedo le dije lo que estaba pasando. C. vino rápido a ver qué pasaba. Y cuando vio que su bicho-amor estaba agonizando, no pudo verlo sufrir más y abrió la canilla. Lo que quedaba del bicho, con todas sus patas sueltas, se fueron por el agujero.

Pasado un tiempo C. vino a casa y nos sentamos en el balcón. Él estaba melancólico y pensativo. Me acerqué para consolarlo, aún sintiendo un cargo de consciencia terrible por no haber cuidado de su amor. Él seguía callado. Y ahí, poco a poco, sentí que mi culpa se iba transformando. Pensé que en definitiva había sucedido lo mejor. No era normal que él estuviera enamorado de esa cosa. Y cada vez con más convicción, rojo de furia, le grité a C. esa gran verdad en la cara.